
Se cumplían ya 4 semanas desde la última vez. Con cada luna llena el ritual se repetía, una vez más, con la luna y el mar como mudos testigos de sus pensamientos.

Tenía su lugar propio, su pequeño altar en lo alto de una roca que coronaba el acantilado y con una evidente vista al abismo, espejo del sentimiento de vacio y soledad que cada noche gobernaba su alma, como si de una muñeca de trapo sin relleno se tratara.